El Imperio bizantino parte 2: Flavio Pedro Sabacio Justiniano


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Uno de los emperadores más relevantes del Imperio bizantino, fue Justiniano. Durante su gobierno, el imperio llegó a su máximo esplendor. El emperador se propuso recuperar el antiguo Imperio romano, tras la victoria de su mejor general, Belisario, frente a los persas de Cosroes I en la batalla de Dara (530). Justiniano llevó las batallas a Occidente gracias Belisario, que venció a vándalos en África y el Mediterráneo. Belisario llegó a Italia en el 535, ocupando la ciudad de Roma. Tras una breve recuperación de los enemigos ostrogodos, un nuevo ejército bizantino dirigido por Narsés, se anexionó Italia, creando el llamado exarcado de Rávena. Este fue el centro de poder del Imperio de Justiniano en Italia, gobernado por un exarca hasta el año 751, cuando el último de estos fue ejecutado por los lombardos. Incluso los bizantinos llegaron a intervenir en la Hispania visigoda, anexionando al imperio grandes territorios del sur de la península. La presencia bizantina en Hispania se prolongó hata el año 620. 

Sin embargo, la época de esplendor de Justiniano, no fue esplendorosa solo por los éxitos militares. Bizancio experimentó un gran desarrollo cultural, destacando poetas como Nono de Panópolis y Pablo Silenciario, el historiador Procopio y el filósofo Juan de Filopón. Esta época de auge, se tradujo en construcciones tan impresionantes como la iglesia de Santa Sofía, de la mano de los arquitectos Antemio de Tralles e Isidoro de Mileto. En cuanto al ocio, las carreras de cuadrigas se convirtieron en la actividad más popular, por encima de las batallas de los anfiteatros. La Iglesia reconoció al señor de Constantinopla como rey-sacerdote y restauró la relación con Roma. Sin embargo, todo lo bueno debe terminar. 

Las campañas de Justiniano en Occidente, así como los esfuerzos para otorgar a la ciudad este esplendor, dejaron exhausta la hacienda imperial, llevando al imperio a la crisis. Esta crisis alcanzó su punto álgido en el siglo VII. La revuelta de Niká del 532 estuvo a punto de provocar la huida del emperador, de no ser por la emperatriz Teodora. A todo esto, hay que sumar la llamada Peste de Justiniano, del año 543. Esta fue considerada una de las más grandes plagas de la historia. Aunque no estuvo emparentada con la gran peste negra, sí que pudo haber sido ocasionada por la misma bacteria. Esta epidemia fue un elemento clave para agudizar la grave crisis económica que ya sufría el Impeiro. Se estima que un tercio de la población de Constantinopla murió por su causa (la población en esta época, alcanzó los 600.000 habitantes).

Tras este trágico declive del imperio, los siglos VII y VIII constituyen en Bizancio una especie de edad oscura, de la que se conserva muy poca información. Fue un periodo de crisis, con grandes dificultades externas (el Islam seguía hostigando al Imperio bizantino), los continuos ataques de búlgaros, eslavos y persas y, además, las continuas presiones internas, provocadas por las luchas entre iconoclastas e iconódulos. El sucesor de Justiniano fue Justino II, quien trató de seguir la política de su tío, aunque de una forma nada conciliadora, lo que no hizo sino agravar los problemas que amenazaban el imperio. Su reinado estuvo caracterizado por las luchas contra lombardos y persas. Durante el gobierno del siguiente emperador, Tiberio II, Constantinopla perdió Italia contra los lombardos. En general, los siguientes emperadores tuvieron grandes problemas para repeler a persas, lombardos y ávaros. Incluso con el emperador Focas, las continuas invasiones de persas, bárbaros y las luchas internas, estuvieron a punto de destruir el Imperio. El siglo VII empezó con una nueva crisis provocada por Cosroes II. El rey persa conquistó Egipto, Siria y Asia Menor, llegando a amenazar la existencia del imperio. Esta situación fue aprovechada por ávaros y eslavos, que llegaron a sitiar Constantinopla en el 626. El emperador Heraclio consiguió deshacerse de todos sus enemigos, derrotándolos a todos en el 628, respaldado por el apoyo de la Iglesia. Los persas quedaron tan debilitados por esta contraofensiva, que no pudieron sobrevivir a la invasión árabe posterior. Entre los años 633-645 la rápida expansión musulmana se hizo con las provincias de Siria, Palestina y Egipto, dando un golpe duro a los bizantinos. Heraclio consiguió sobrevivir a los ataques árabes, mientras que los persas sí fueron derrotados por estos, siendo conquistados y absorbidos completamente. 

A mediados del siglo VII, las fronteras del Imperio bizantino volvieron a estabilizarse. Los árabes habían empezado ya a presionar, llegando a amenazar la integridad de la capital. Sin embargo, la superioridad naval bizantina, reforzada por sus magníficas fortificaciones navales y el uso del llamado fuego griego (un producto químico capaz de arder en el agua), salvaron el imperio de su destrucción.

En la frontera occidental, el imperio contempló impotente cómo diferentes de pueblos eslavos se iban instalando en la zona de los Balcanes, llegando hasta el Peloponeso. Además, seguía existiendo la constante amenaza de los lombardos en Italia.


Iconoclastas e iconódulos

La llamada querella iconoclasta tuvo lugar entre el 726-843. El Imperio bizantino fue sacudido por las luchas internas entre los iconoclastas, partidarios de la prohibición de las imágenes religiosas, y los iconódulos, los contrarios. La primera etapa iconoclasta empezó en el año 726, cuando el Papa León III suprimió el culto a las imágenes hasta el 783, cuando fue restablecido por el II Concilio de Nicea. La segunda etapa iconoclasta tuvo lugar entre el 813-843. Ese año se restableció definitivamente la ortodoxia. No se trató de un simple combate teológico, sino que desembocó en un enfrentamiento interno desatado por el patriarcado de Constantinopla, apoyado por el emperador León III, que pretendía acabar con la concentración de poder e influencia política y religiosa de los poderosos monasterios. Este conflictó también fue símbolo de la división entre el poder imperial y el religioso. 

FIN



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